Monday, July 20, 2009


Ha llegado el momento en que ya no somos, ahora tenemos que trabajar para ser. Como reza el lugar común, somos el producto de nuestros empeños. La expulsión del paraíso trajo consigo la obligación de construirlo día con día, pero nuestro paraíso es cada vez más miserable: acotado por las paredes de la oficina, regido por la moral de las horas extra. El ocio, la improductividad, las ganas de tirarlo todo por la borda y emprender un viaje terminaron enterrados en el cajón de las posposiciones, de las quejas íntimas, de las subversiones más calladas. El trabajo embrutece, y nos aleja de nosotros mismos, quizá por ello goza de tanto prestigio.

Una sarta de autores clásicos –de Séneca al Dr. Johnson; de Nietzsche a Adorno; de la sensatez de Russell al desgarro universal de Cioran- traza, como una ruta de escape, las líneas de un universo paralelo a la ética de la eficacia. En él, el ocio ocupa el puesto que nunca debió perder y el trabajo vuelve a engrosar las filas de las alienaciones voluntarias.

De "La maldición del trabajo" de E. M. Cioran

El trabajo permanente e ininterrumpido adormece, trivializa y despersonaliza. El trabajo desplaza el centro de interés del hombre de lo subjetivo a lo objetivo de las cosas. En consecuencia, el hombre ya no se interesa por su propio destino, sino que se enfoca en los hechos y las cosas. Lo que debería ser una actividad de transfiguración permanente se convierte en un medio para exteriorizarse, para abandonar el yo interior.