Ha llegado el momento en que ya no somos, ahora tenemos que trabajar para ser. Como reza el lugar común, somos el producto de nuestros empeños. La expulsión del paraíso trajo consigo la obligación de construirlo día con día, pero nuestro paraíso es cada vez más miserable: acotado por las paredes de la oficina, regido por la moral de las horas extra. El ocio, la improductividad, las ganas de tirarlo todo por la borda y emprender un viaje terminaron enterrados en el cajón de las posposiciones, de las quejas íntimas, de las subversiones más calladas. El trabajo embrutece, y nos aleja de nosotros mismos, quizá por ello goza de tanto prestigio.
De "La maldición del trabajo" de E. M. Cioran
El trabajo permanente e ininterrumpido adormece, trivializa y despersonaliza. El trabajo desplaza el centro de interés del hombre de lo subjetivo a lo objetivo de las cosas. En consecuencia, el hombre ya no se interesa por su propio destino, sino que se enfoca en los hechos y las cosas. Lo que debería ser una actividad de transfiguración permanente se convierte en un medio para exteriorizarse, para abandonar el yo interior.
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